Revisión de la actual política anti-drogas: una prioridad para reducir la violencia contra las mujeres en las Américas
Pronunciamiento hacia la VI Cumbre de las Américas
Como ha sido ampliamente documentado, la violencia contra las mujeres en nuestros países, enraizada en el sexismo y la discriminación estructural, se incrementa por el contexto de violencia armada de la región, la cual, a su vez, está directamente relacionada con el narcotráfico. Por ello, detener el aumento de la violencia contra las mujeres, requiere con urgencia una revisión de las políticas de prohibición del comercio de drogas.
El narcotráfico ha sido el causante del surgimiento y fortalecimiento de distintos aparatos criminales, que encuentran en la vía armada la manera de defender sus intereses comerciales, pasando por encima de los derechos humanos de la población y debilitando transversalmente -mediante la corrupción- a los Estados y sus instituciones. Las políticas antidrogas desarrolladas por los Estados no han detenido el narcotráfico ni disminuido el consumo de drogas.
Los recientes estudios sobre feminicidios muestran cómo la tasa de homicidios de mujeres ha crecido casi el triple que la de hombres en los países de la región más afectados por el narcotráfico y cómo, además, ha aumentado la crueldad con la que tales actos se cometen. Este incremento se relaciona directamente con los nuevos contextos y dinámicas regionales, caracterizados por la presencia de mafias y redes delictivas asociadas al comercio de drogas, que lejos de ver menguado su accionar por las políticas que los Estados han creado para enfrentarlas, han fortalecido su negocio y se han aliado con actores sociales tradicionales (políticos, militares y empresarios) garantizando además la impunidad de sus actos.
En la guerra contra las drogas, como en otros conflictos armados, las mujeres han sufrido de manera desproporcionada el impacto de la violencia, puesto que la discriminación histórica que ha recaído sobre ellas las ha ubicado en especiales condiciones de vulnerabilidad. La violencia estructural que enfrentan las mujeres por el hecho de serlo se ha visto incrementada e intensificada en el marco de los conflictos que generan los mercados ilegales, en los cuales sus cuerpos han sido usados como campos de batalla en los contextos de confrontación, y han llevado la peor parte en la consecuente militarización de los territorios. Esto se debe a que la conformación de ejércitos ilegales exacerba los estereotipos de género y exige masculinidades afincadas en la dominación y el uso de la fuerza desmedida y feminidades dependientes y sumisas. En contextos de alta violencia, la crueldad contra las mujeres posee connotaciones simbólicas dentro de los grupos armados, que se ensañan con los cuerpos de las mujeres. Pero también quienes no pertenecen a grupos armados, en contextos de alta violencia como éstos, pueden acceder fácilmente a las armas y hacer uso de ellas en la esfera doméstica, contra las mujeres, y se benefician igualmente de la débil actuación de los sistemas de justicia y la consecuente impunidad.
Las actuales políticas antidrogas, que mantienen su comercialización en la ilegalidad, favorecen también otras actividades ilícitas asociadas al narcotráfico tales como el tráfico de armas y la trata de personas. Esta ausencia de reglamentación favorece los crímenes contra las mujeres que pueden cometerse en los escenarios donde permanece ausente -o connivente- el Estado.
Las investigaciones y procesos penales, que han demostrado su incapacidad para actuar contra las cúpulas de estas organizaciones criminales, han actuado en cambio con eficacia contra quienes tienen menos poder en este comercio: las mulas. El aumento de mujeres en las cárceles en los últimos años -y sus graves impactos sociales- se debe precisamente a su vinculación en el tráfico de drogas como “mulas” o vendedoras de la más baja escala, reproduciendo su discriminación estructural.
Se trata de analizar la problemática más allá de los factores económicos y de un concepto restringido de seguridad, para plantear posibles respuestas desde una perspectiva de derechos humanos y de democracia, donde la institucionalidad funcione para proteger los derechos de las personas.
Los Estados no pueden seguir haciendo caso omiso de esta realidad: el narcotráfico ha generado una violencia cada vez más generalizada en el continente, amenaza la estabilidad de los Estados y el funcionamiento de los sistemas de justicia, todo lo cual afecta de manera desproporcionada a las mujeres, ubicándolas en situaciones de mayor riesgo y desprotección, que reproducen la discriminación y que favorecen formas cada vez más extremas de violencia contra las mujeres.
Frente a la grave situación de violencia armada en nuestros países, que constituye un flagelo para nuestras sociedades, para nuestras instituciones democráticas y afecta de una manera especialmente grave a las mujeres, resulta inaplazable una discusión frontal de la actual política de drogas y detener la proliferación de armas en la región. La Sexta Cumbre de las Américas es la oportunidad para que los Estados muestren su compromiso con los derechos humanos y en particular la vigencia y garantía de los derechos de las mujeres en la región, abriendo la necesaria discusión sobre una regulación del comercio legal de drogas. La revisión de la actual política de control de drogas es una cuestión de derechos humanos y constituye, por tanto, una obligación ineludible para los Estados democráticos.
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